Addison - Actividad 6 - Nadia Birnbaun
Nadia Birnbaun.
Comisión 07 – Santiago Castellano.
Consigna: A partir de la anécdota de Chejov, contar un cuento. (...) Lo principal es que se vean las dos lógicas, la de la historia del dinero y la del suicidio.
Modalidad individual.
Primera escritura.
Addison
Pedí otra botella. No, no de tequila ni cualquier otro whisky contaminado de intenciones macabras, la pedí de agua. Acto seguido me acomode las botas negras, eran simples, perfectas para la ocasión y sin embargo algo en ellas me incomodaba. Lo ignoré, como uno ignora que se le pasan las horas dentro de un casino. Aquello también lo pasaba por alto, dentro de estos lugares el tiempo parece infinito y predispuesto. Una lástima que el casino y el mar sean los únicos dueños de esa ilusión.
Hay un cartel inmenso al entrar al sector de las apuestas, se lee en un rojo preponderante: “jugá sólo lo que puedas perder”. Que chistoso, como si todos tuviéramos esa suerte. Camino por un pasillo, largo y angosto, adornado con una alfombra negra de gamuza que hace inaudibles los pasos de cualquiera. Sumamente detalladas, las paredes tienen una cantidad de luces capaces de dejarte vacilando por horas. Las miro todas y cada una intentando pelear el aturdimiento, pero es imposible. Al llegar al final hay un portón grueso, de esos con los que no te gustaría chocarte nunca, y que al abrirse desvela un mundo aparte. Gente de los sectores más influyentes, posiblemente del país, gritando su alma en las mesas de Black Jack mientras revientan vasos de vidrio a medida que festejan sus victorias. Impecables, de traje y corbata, reflejan riqueza hasta con la punta de los dedos. Los miré de reojo, aunque podía sentir que ellos clavaban su mirada en mi, todos y cada uno, como si me hubieran visto en algún lado. Algunos, efectivamente, lo habían hecho. Seguí mi paso, contaba la cantidad de veces que mis botas chocaban con el suelo; todavía las sentía molestas. Me aproximé a mi mesa, agarré una carta de Póquer que el crupier estaba a punto de recolectar de la partida anterior, me quité el exceso de pintalabios en ella y amablemente se la entregué. Era novato, indudablemente. Podía adivinarlo de sólo ver lo atónito que había quedado. Me encontré con un cartelito en mi asiento: “Addison”, me pareció un lindo detalle. Me senté.
Hay un cartel inmenso al entrar al sector de las apuestas, se lee en un rojo preponderante: “jugá sólo lo que puedas perder”. Que chistoso, como si todos tuviéramos esa suerte. Camino por un pasillo, largo y angosto, adornado con una alfombra negra de gamuza que hace inaudibles los pasos de cualquiera. Sumamente detalladas, las paredes tienen una cantidad de luces capaces de dejarte vacilando por horas. Las miro todas y cada una intentando pelear el aturdimiento, pero es imposible. Al llegar al final hay un portón grueso, de esos con los que no te gustaría chocarte nunca, y que al abrirse desvela un mundo aparte. Gente de los sectores más influyentes, posiblemente del país, gritando su alma en las mesas de Black Jack mientras revientan vasos de vidrio a medida que festejan sus victorias. Impecables, de traje y corbata, reflejan riqueza hasta con la punta de los dedos. Los miré de reojo, aunque podía sentir que ellos clavaban su mirada en mi, todos y cada uno, como si me hubieran visto en algún lado. Algunos, efectivamente, lo habían hecho. Seguí mi paso, contaba la cantidad de veces que mis botas chocaban con el suelo; todavía las sentía molestas. Me aproximé a mi mesa, agarré una carta de Póquer que el crupier estaba a punto de recolectar de la partida anterior, me quité el exceso de pintalabios en ella y amablemente se la entregué. Era novato, indudablemente. Podía adivinarlo de sólo ver lo atónito que había quedado. Me encontré con un cartelito en mi asiento: “Addison”, me pareció un lindo detalle. Me senté.
La ruleta giraba y giraba constantemente, inhibiendo cualquiera de mis sentidos, introducida en un espiral sin fin. Números, colores, más números, más colores. Los señores se agarraban la cabeza y apretaban los tragos contra el borde de la madera, sentían el juego. Los cuatro apostadores que llenaban junto a mi la mesa estaban sumergidos, atentos, vigilantes, cuando de repente un ruido atronador direccionó todas nuestras cabezas hacia la pared en la derecha. El reloj marcaba las doce, eso significaba que era trece de agosto. Viernes trece de agosto. También sobreentendía que estábamos a punto de terminar la infinita partida. Jugada que gané. Preciosos cuatrocientos mil pesos que me fueron otorgados en una valija. Me reí, como para establecer que la confianza había estado intacta todo este tiempo.
Me felicitaron, el crupier inclusive me devolvió la carta con el beso y escribió en ella un número telefónico. Qué valentía hacerlo frente a tantos hombres mayores, aunque luego se desvivía por explicar que no era lo que parecía. Parándome lentamente me acomode el pantalón negro de gasa y me retiré de la sala, respetuosa y en silencio, como quien quiere establecer un perfil sofisticado. Salí del casino con un gesto propio de mi persona, una sonrisa provocadora.
Marqué el número que el joven me había dado y empecé a caminar. Ligera, aunque la valija me pesara, e incómoda, que estúpidas botas. Vi el mar a lo lejos, quería volver a no sentir el tiempo, a perderme entre las horas, los minutos y los segundos. Las luces, pensé. Puedo pelearlo todo, pero no las luces. Las miré todo el recorrido, debo admitir que con un esfuerzo envidiable. Agarré la carta, porque el papel corta, pensé. Tome una respiración profunda y tracé con sutileza un primer tajo sobre mi muñeca derecha. Cómo dolía. Podía notar cómo caían las gotas de sangre, una por una. El que hice sobre mi muñeca izquierda fue un poco más violento; sólo se puede ser realmente bueno con una de las dos manos. Empecé a temblar, nada insostenible.
Ella atendió, soberbia. Me saludó impaciente, aunque ya sabía lo que había ocurrido. Comenzó a decirme que no tendría que haberme acostado con todos esos hombres importantes, o al menos, que debería de haberle dado su dinero porque no era ningún monto menor. Yo la detestaba, ridícula proxeneta. Prosiguió comentando todas las formas originales que se le habían ocurrido para matarme pero estoy segura de que ninguna incluía una carta de Póquer, así que me dí ese punto. No sé cuándo fue exactamente que deje de escucharla, sólo podía pensar en que me faltaban unos míseros cincuenta mil pesos para saldar una deuda que me adjudiqué por el sólo capricho inútil de sacar a mi padre de la cárcel. El mismo infeliz que me encastró la cabeza infinitas veces contra las ventanas del auto; claro que también tuve que pagar esos arreglos. Le dije que me aburría escucharla, que venga rápido, cualquiera que encuentre una valija con dinero se la lleva. Le corté. Inmediatamente saqué la navaja que tenía en la bota. Al fin, que satisfacción, pensé. No debía de ser más grande que la palma de mi mano y sin embargo molestaba como si fuera un rifle. Una vez más, brillaron las luces ante mi. Que tranquila el agua, ¿qué hora será?. Escuché estacionar una camioneta sin mover la mirada. No importaba el tiempo, yo ya estaba perdida. Me degollé la garganta con la esperanza de que luces se apagaran, eran muy fuertes. Finalmente, lo hicieron.
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