Small Talk - Actividad 2 - Nadia Birnbaun

Nadia Birnbaun.
Comision 07 – Santiago Castellano.
Consigna: Buscar textos en la web de los escritores de las autobiografías, elegir uno que les guste especialmente y postearlo en el blog. Comentar qué les llamó la atención del cuento: procedimientos, trama, intriga, algo que los dejó pensando. Describirlo específicamente. Qué tomarían prestado para un cuento propio.
Modalidad individual.
Primera escritura.



En la peluquería

La peluquería me parece un lugar tan separado del mundo exterior, tan distante como el cine, por ejemplo. Tan distante que cuando estoy aburrida dentro de ella pienso en el bar que está en la esquina al que voy siempre, y con el pelo lleno de esa brea que ponen para teñir, pienso: “Quiero ir ahora mismo a tomar un café, con la bata negra puesta y los pelos untados”. Por suerte para mi reputación imagino después al café tan lejano e imposible como un viaje a Chascomús. Con el pelo teñido me miro al espejo, no es como el de mi casa, en casa me veo mejor. En el espejo de la peluquería veo todas mis imperfecciones: ojos cansados que me dan una expresión de atontada; llevé un pulóver viejo para que no se manchara y con la luz de ese espejo veo que está realmente viejo; no lo veo como en casa. Ya que parezco tan mal, debo  ser simpática para compensar, debo demostrar que soy una persona razonable, sensata, y de ningún modo decir lo que pienso: “quiero ir al bar de la esquina, al cajero, a comprar peras”. Entonces charlo con el peluquero (dice que se llama Gustavo). Y le pregunto si trabaja muchas horas, cuándo viene menos gente y si atienden chicos. Yo me sé todas las respuestas y si no las supiera me importan un pito. La conversación con el peluquero me hace pensar en todo el esfuerzo y el tiempo que gastamos en hablar pavadas y el pensamiento de ese esfuerzo me trae  cansancio y resentimiento; pienso que si yo estuviera más linda, él me atendería mejor. Si yo fuera linda podría ser exigente y aguantaría que  me pusieran matizador, yo quisiera ser como una de esas mujeres que vuelven locos a los peluqueros diciendo: “Más arriba, más corto, no, del otro lado, no, más hacia el centro”. Pero aunque fuera linda, lamentablemente no tendría paciencia para todas esas exigencias; yo soy más bien como un taximetrero con el que hablamos de dientes y dentistas una vez y me dijo que él pidió a su dentista:
–Mire, yo no tengo tiempo para sacarme los dientes de a uno, sáqueme todos juntos.
Eran seis.
Con la cabeza llena de tintura (la cabeza se enfría) me voy a hacer los pies y ahí me siento mejor. Me atiende en un cubículo oculto porque la  cabeza se muestra en público, los pies, no. Las pedicuras son dos, Violeta y María. (A los peluqueros siempre los cambian.) Violeta es ucraniana y quiero saber cosas de su país, pero nunca la saco de (“Oh, un poco diferente, pero todo como acá”. Yo no sé si encierra algún misterio o no le importa nada de nada, porque es muy bonita y nadie se percata de ello, anda como una sombra, se desliza como si no tuviera cuerpo; no, no le importa tampoco ser bonita. Por eso cuando está María, la correntina, prefiero ir con ella; inmediatamente se acuerda de todos los animales   que tenía su papá en el campo en Corrientes, el tatú, la yegüita alimentada a biberón y el pájaro carpintero. Y ese cubículo blanco y frío, mezquino, se llena inmediatamente de animalitos del campo y del bosque. Ya no quiero ir al bar de la esquina, ni me acuerdo del cajero y de   las peras: quiero ir a Corrientes para ver al pájaro carpintero. Me va entrando cierto bienestar porque el emplasto de la cabeza se va secando  mientras me hacen otra cosa. No aguantaría un tiempo muerto sin hacer nada ni que me hagan nada, porque me parece que el mundo está en  acción, como cuando hiervo verduras y controlo al mismo tiempo un partido de futbol o tenés por TV cuando juega Argentina, hago todo junto.
Así, en mi epitafio van a poner, como le pusieron a una mujer romana: “Fecit lenam” (tejió, era trabajadora).
Me llama entonces la chica que lava la cabeza. A ellas también las cambian pero por motivos distintos a los de los peluqueros: ellos se van dando un portazo o son transferidos a otra peluquería; cuando las chicas que lavan la cabeza se dan cuenta de que no las van a tomar como peluqueras (salvo alguna muy  despierta que haga carrera) se quedan en su casa para mirar la novela de la tarde. Hay varias clases sociales en esa peluquería. Al sector más alto corresponde el que cobra, sentado en una silla alta y movible, todas deben ir con sus papeles y entregarlos a él. Los pedicuros son como un sector paralelo, poco clasificable porque no interactúan tanto como los peluqueros entre sí. Además estos se mueven en un lugar central, con espejos, donde hay pósters con mujeres hermosas de pelo luminoso. No hay fotos de extremidades, se ve que las extremidades son como apéndices. La chica barrendera que recoge pelo del suelo corresponde al sector inferior; ella no hace café a los clientes ni les acomoda las capas; va con su pelo así nomás, con una colita hecha de cualquier forma. Cuando la chica me lava el pelo estoy contenta, ya estoy cerca del café de la esquina. Ella me frota con unas uñas muy largas, que si las empleara a full, me sangraría la cabeza, pero dosifica la agresión del mismo modo que los gatos.
La que se empleaba a fondo era la pedicura Natasha; era la otra cara de violeta; en ese cubículo blanco parecía un tractor en acción. Maniobraba una máquina que pasaban por la planta de los pies como si estuviera arando en una superficie grande un campo  de trigo, por ejemplo. Estaba hecha para una empresa heroica, para conducir un tanque por la estepa, no para pequeñas reparaciones de pies y manos. No aguantó las quejas de las clientas (decían que les dolía todo) y se volvió a Ucrania. Y con el pelo lavado me voy a buscar al  peluquero. ¿Era Gerardo o Gustavo? Me olvido de que debo mostrarme como una señora sensata y bien comportada y le pido:
–Corte todo para arriba y para atrás; pero arriba quiero que sea como un nido de caranchos.
No pregunta en qué consiste ese peinado, no sé si conoce a sus caranchos y a su nido (yo tampoco), me mira con esa mirada acostrumbrada a cualquier cosa y corta.

Yo salgo contenta.
Small Talk
“Toda redacción, por muy ficticia que sea, es un reflejo de la realidad” - dijo alguna vez un profesor de historia que tuve en el secundario. Creo que hay mucha verdad en sus palabras, puesto que cualquier idea, por más extraña que sea, debe de estar fundada o inspirada en algo que existe o existió, aunque se vea modificada por elementos que, invariablemente, también deben de ser existentes. 
  El cuento “En la peluquería” de Hebe Uhart, a pesar de no ser fabuloso, parece una especie de realidad reducida de la sociedad en sí. 
  En él brevemente relata un día en la peluquería. Describe los distintos sectores por los que pasa, cómo interactúa con cada empleado, donde están ubicados cada uno de ellos, entre otras cosas. Lo hace de una forma tan natural, como si redactara sus pensamientos tal cual los produce su mente, que es hasta envidiable.
 Me parece interesante debatir dos cosas en el trasfondo de esta historia. La primera a partir de la siguiente cita: “Ya que parezco tan mal, debo ser simpática para compensar, debo demostrar que soy una persona razonable, sensata, y de ningún modo decir lo que pienso: `quiero ir al bar de la esquina, al cajero, a comprar peras´”. Me encuentro con esta situación muy seguido donde se espera que la mujer sea una de dos, o bella o inteligente, y que la segunda jamás puede estar directamente enlazada con la genuinidad de la mente femenina. De alguna forma estamos condicionadas a equilibrar el no cumplir una de dos. Hebe habla de “deber”, de “tener que”. ¿Por qué? A este punto en el que nos encontramos hoy en día como sociedad (aunque nos falta un largo camino por recorrer), la respuesta es hasta evidente. Todos conocemos la antigua (no tan antigua) leyenda de la señorita diseñada y creada para ser nada más y nada menos que el concepto inmutable de “mujer”, o madre, o ama de casa, o sumisa, o delicada, o como prefieran llamarlo. Se “espera de nosotras” a todo momento y, siendo este el punto clave, el no formalizar esas expectativas está mal visto. Una mujer que muestra rasgos impropios de la feminidad es motivo de conversación, más en lugares donde se valora la estética como en una peluquería. Una que los muestra es propensa a ser mejor mirada, mejor atendida, más tenida en cuenta. ¿No es absurdo? ¿Quién definió que la veracidad de una persona se recuesta sobre la imagen de ésta? O inclusive, ¿que, desde el oficio, te motivaría a ser más o menos prolijo y complaciente si todos los clientes pagan por igual? Hay algo enigmático acerca de las apariencias que desarrolla en el interior de nuestras voluntades una aceptación que varía entre ser cordial y ser amistosa. 
  La segunda de las líneas entre las que me gustaría leer, son las jerarquías. Hay una realización por hacer y es que vivimos sistematizados en categorías. Y no me refiero a los prejuicios o las caracterizaciones, sino que apunto a los detalles mínimos que terceros tienen con nosotros y que ponen sobre la mesa la estimación sobre nuestras acciones. Por ejemplo, Hebe expresa que “hay varias clases sociales en esa peluquería. Al sector más alto corresponde el que cobra, sentado en una silla alta y movible, todas deben ir con sus papeles y entregarlos a él”. En una peluquería, no es lo mismo acudir a alguien a que alguien te asista. Son puntualizaciones del oficio, aunque tanto peluqueros, como quienes te laven la cabeza, te hagan los pies o las uñas, todos hayan estudiado para ejercer sus profesiones, hay rangos de predominio. Sostengo que algo semejante ocurre con las artes. Es evidente que podemos encontrar distintas formas de expresión, siendo la pintura, la música, las artes escénicas, ésta misma que estoy realizando inclusive una de ellas. No todas son igualmente valoradas, a menos que seas un expresionista muy famoso, entonces quizá se limiten a apreciar sin cuestionar tu trabajo. Pero en el mientras tanto, ser escritor, por algún motivo, pesa más que ser músico. En un almuerzo familiar decir que vas a estudiar arte es prácticamente un suicidio, porque nueve de cada diez con certeza te digan que “te vas a morir de hambre”. Sin embargo, hoy, en una pandemia y con cuarentena obligatoria, te la pasas viendo series, escuchando música, leyendo libros, viendo fotografías, te la pasas contemplando cómo se manifiestan los otros para tu entretenimiento. Me gustaría saber si no es eso lo que nos está salvando a todos de caer profundamente en el aburrimiento. 
  Para concluir y dado que es una reflexión individual, me sirvo de un último fragmento que me grita con mucha fuerza que lo utilice si tengo la oportunidad de hacer de mis narraciones un cuento como estos que permiten cavilar: “La conversación con el peluquero me hace pensar en todo el esfuerzo y el tiempo que gastamos en hablar pavadas y el pensamiento de ese esfuerzo me trae cansancio y resentimiento (..)”. Tópicos interesantes hay de sobra, ¿no nos estaremos quedando atrás aplicando a la exterioridad conversaciones de peluquería?


Dejo el link por si es de interés leer el cuento, en este mismo hay otros: https://fcpolit.unr.edu.ar/blogs/redaccion1-margarit/cuatro-cuentos-de-hebe-uhart/

Aclaración: usé el título en inglés porque me pareció que lo más parecido a una traducción acertada era lo que se conoce como “conversaciones de ascensor”, pero simplemente no tenía mucha relación con el resto del texto. En inglés me sonaba más amplio.

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