Niebla en Managua - Nadia Birnbaun - Actividad 27
Nadia Birnbaun
Comisión 07 - Santiago Castellano.
Consigna: "Probar de tomar la historia oral y contarla "desordenada": usar 2 flashbacks (retrospecciones) + 2 anticipaciones (prolepsis) + 1 pausa y 1 elipsis."
Modalidad individual.
Primera Escritura.
Niebla en Managua
-¿Qué hiciste? -pregunté al puertorriqueño mientras se terminaba de fumar un cigarro.
Se sonó la nariz y limpió su fino bigote negro, que le daba el toque a sus rasgos latinos. Sollozaba como un niño, aunque era un hombre.
-Nada pana. No llego a San José, el tique está caro y yo soy un Juan del pueblo. La madre se me pasa. No vo' a llegar a verla -se llevó las manos a la cara y desbordó de lágrimas. Gemía como si una de sus extremidades estuviera siendo extraída con un serrucho de mano.
-¡Cortala con tu vieja! ¿Qué carajo hiciste?
-No sé quién es el del al lado. Te juro por la santa que estoy limpio -dijo entre suspiros.
El hindú se limitaba a toser excesivamente. No había forma de callarlo y este no se daba cuenta que nos estaba poniendo en peligro. Su túnica dorada brillaba a pesar de tener las luces apagadas. Era tan amplia que me hacía dudar si no era él la presa más fácil.
Los tres, pegados a la pared, no nos atrevíamos a pasar por delante del hueco. La advertencia era clara. Uno de nosotros estaba por morir. ¿Quién era el blanco?
Apuntaba directamente a la puerta de entrada, por lo tanto cualquier intento por atravesar la habitación sería entregarse a la boca del lobo. Vi el reloj. Eran las cuatro de la mañana.
-¿Molestaron a alguien durante el vuelo? -formuló el hindú entre flemas.
-Me esta molestando uste' sin cerrar la bocota.
-Al menos me guardo las penas para después de que me capturen.
-¡Eres un cabrón! Que si no te dan ellos te aseguro que te reviento yo -enfureció el tico y se abalanzó por encima del otro, que hacía un esfuerzo por empujarlo de vuelta a su lugar. Mientras tosía. Nuevamente.
-¡Suficiente! -grité. Golpee la mesa ratona que estaba a mi lado y me pasé un brazo por la frente.- No se va a morir nadie. Sólo hay que tapar el agujero.
Ellos no sabían que iban a lograrlo. Apenas terminé mi frase y para mi mala suerte, el celular del puertorriqueño comenzó a sonar. Sé que pensó inmediatamente en su madre. Intentamos retenerlo. Tenía que cruzar la habitación para llegar a su cama y el foco iba a captarlo sin pensarlo dos veces. Nuestros esfuerzos fueron en vano. Se enderezó y de un paso abismal empezó a acercarse a su teléfono. Estiró los brazos, desesperado, con sus dedos a punto de tocarlo y con sus zapatos ya firmes en el suelo. Las lagrimas brotaron en él con más fuerza pero, antes de poder preguntar, un disparo lo balanceaba de espaldas a la superficie. Las baldosas se pintaron de un rojo vivo. Uno menos para nosotros.
Lo observamos un rato. Voy a ignorar lo que hicimos al respecto, no es digno de ser contado. El hindú continuó tosiendo más veces de las que me gustaría admitir.
-Bronquitis crónica -rompió el silencio.
-Lo siento.
-Y neumonía...
-¿Cuánto? -dije sutil.
-No pregunté. Estoy viviendo en tiempo prestado y no tendría inconveniente en devolvérselo a alguien -esbozó una mueca amable.
-Si no hubiese habido niebla en el cielo esta noche -dije señalando la ventana del otro lado de la habitación- quizá no nos hubiésemos encontrado.
-La India no es muy simpática de todas formas.
Tosió. Me susurró al oído y le asentí.
-¡Necesito el inhalador! ¡No puedo respirar! -comenzó a gritar y fingir aceleraciones exasperadas. Se levantó del suelo y, dirigiéndome una última mirada, caminó lentamente hacia su bolso. Cerré los ojos, deseando no verlo, esperando el disparo. Nada sonó. El hindú se quedó congelado, aguardando lo mismo que yo. Miró directo al hueco, pero nada pasaba. La túnica, pensé.
Comenzó a caminar lentamente hacia el arma, tapando toda su visión. Corrí por detrás de él. Escuché un grito del tirador. Dos gritos. El hindú no se movía. Me hacía señas de tomar mi mochila e irme. La agarré y me escabullí por la ventana. Al hacer diez pasos un disparó retumbó.
Proseguí.
Me subí al avión de las 6:00 am que volaba San Juan. Al ingresar y buscar mi asiento me desarme completamente. Mis músculos habían perdido su fuerza. Pedí a la azafata, que tampoco parecía haber descansado mucho, un vaso de agua y una aspirina. Ni si quiera la miré a los ojos. Me la trajo ya disuelta en el líquido y con la poca energía que me restaba lo tomé. Abrí la computadora portátil que guardaba en mi mochila y continué el documento que había comenzado en el viaje de ida de la siguiente manera:
"Hubo niebla anoche en Managua, el avión no estaba preparado para continuar. Cruzamos la calle que daba al hotel. A mi derecha caminaba un hindú y a mi izquierda un puertorriqueño. Ambos ruidosos. Al ingresar nos recibió un tipo joven, que sin dar mucha vuelta e incómodo por su vestimenta, nos introdujo en un pasillo extenso hasta detenerse en una habitación similar a una cabaña. Abrió la puerta. Era un cuarto largo y simple, sin demasiada ciencia. La pintura era blanca y a cada una de las tres camas las acompañaban mesas ratonas que no serían utilizadas. El piso de baldosas se nos hacía resbaladizo. Las luces del techo no congeniaban. Había un reloj al lado de la puerta, marcaba las dos de la mañana.
En la pared que nos separaba del cuarto de al lado, un hueco. En el hueco, un arma. Alguien me estaba mirando. Comienzo a pensar que el tiro al tico fue una confusión.
Volví a encontrarme con mis demonios. Quizás mis demonios sólo sean humanos en su peor versión, viviendo su peor momento.
Soy el único que queda".
Me interrumpió el carro que entregaba el desayuno, empujando mi brazo de manera abrupta.
-Lo lamento -pronunció la azafata y esbozó una sonrisa.- ¿Se siente mejor? ¿O adormecido? -susurró.
Fue entonces que la miré. Reconocí en ella los ojos verdes y las pupilas manchadas. Me cayó el peso de una tos ronca que me inundaba el pecho y unos ojos llorosos que no paraban de pensar en volverse a encontrar con la verdad. Entre cansancios y suspiros reconocí un pasado que me cazaba como un lobo perdido, alejado de su manada. Reconocí que todos fueron errores. Reconocí.
Esta es la historia que escribió el argentino. Tomé su portátil y la compartí.
Diré que me delegó su misión, que la muerte de los inocentes le pesaba demasiado. Haré de la corporación un infierno. Seremos lo último que ellos verán: demonios, en su peor versión.
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